Desde
la más temprana Antigüedad, imperios y potencias han intentado acceder a dos
tipos de secretos de sus enemigos o de sus posibles competidores: primero las
capacidades del adversario y, segundo y más importante: sus intenciones. Cómo
lo hicieron y qué medios emplearon para ello en cada época sería argumento para
una historia universal, no sé si de la infamia, al modo de Borges, pero sí de
la obtención de informaciones: las abiertas y las otras. Permítaseme que
utilice a modo de homenaje el título que encabeza estas líneas. Lo tomo
prestado casi en su totalidad de la obra homónima del gran historiador militar
británico John Keegan, fallecido en este 2012 que acabamos de dejar atrás. Su Intelligence in War: knowledge of the enemy,
from Napoleon to Al-Qaeda, traducido al español (Turner, 2012) continúa
siendo una lectura de enorme atractivo para extraer algunas enseñanzas y
lecciones aprendidas del papel jugado por los medios de inteligencia (y no sólo
de espionaje) en los conflictos de la historia contemporánea. Keegan miró al
pasado y nos legó una importante cantidad de reflexiones que contribuyeron a
configurar lo que él denominó en su obra más aclamada El rostro de la batalla.
Traigo
a colación este asunto, el de la participación y alcance real de los medios y
servicios de inteligencia en situaciones de conflicto armado como consecuencia
del visionado de la película La noche más
oscura, recién estrenada en España. Como se sabe, la aclamada directora Kathryn
Bigelow (En tierra hostil, 2008)
reconstruye los pasos dados desde el 11-S hasta la noche del 1 de mayo de 2011 en
que un equipo de Navy Seals de Estados Unidos irrumpió en la vivienda situada
en Abbottabad (Pakistán), dando muerte a Osama Bin Laden. Fin de la historia
oficial. Una historia que perfectamente podría quedar reducida a una imagen, la
de la célebre fotografía de Pete Souza, convertida ya en icono del siglo XXI
con la cúpula de la administración Obama y el propio presidente siguiendo en
tiempo real y con nerviosismo indisimulado el desenlace del asalto. Por cierto,
en ella, delante del presidente, se puede ver al ahora flamante nuevo director
de la CIA en sustitución del general Petraeus, el veterano de la Agencia, John Brennan.
Pero
hasta ese final, definido como misión exitosa, fueron miles de horas de
interrogatorios (o eufemísticamente: “técnicas de interrogación coercitivas”) y
empleo masivo de drones. Estos dos programas, alentados precisamente en su
momento por Brennan y ahora distanciado de ellos, arrojan también sus cifras,
bastante elocuentes por cierto: con Bush hubo no más de cincuenta muertos
causados por aviones no tripulados; con Obama son más de 360, convirtiendo el
espacio aéreo de la frontera entre Pakistán y Afganistán en un verdadero
enjambre a la busca del terrorista desde el cielo. Estos datos hacen pensar a
expertos analistas como Micah Zenko que, en realidad, lo que se ha producido es
una clara institucionalización del programa de Unmanned Air Systems.
También
hubo pistas falsas, detalles y piezas de información aisladas, hipótesis
contrastadas y desechadas, caminos sin salida, errores dramáticos de
inteligencia (incluyendo la muerte de los siete agentes de la CIA a resultas
del atentado suicida en la base afgana de Khost en diciembre de 2009).
Finalmente, la intuición y sobre todo la tenacidad de una agente (interpretada
por Jessica Chastain) hizo del emisario Abu Ahmad la
pieza clave que conduciría finalmente hasta el paradero de OBL o Gerónimo, como
denominan en clave al objetivo en la película. Hasta entonces, los ataques del
7-J (2005) en Londres, los atentados contra el hotel Marriott de Islamabad
(2008), y otros muchos fueron marcando la dramática agenda de seguridad
internacional. Por cierto, la película no hace ni una sola mención al 11-M de
Madrid, salvo una mínima alusión a España en una conversación perdida entre
todo el guión de la película. Todos estos ataques se convirtieron en muestras
inequívocas de la dimensión global y transnacional del fenómeno Al-Qaeda y sus
filiales geográficas. Las reflexiones sobre su modelo estructural, las
motivaciones de sus miembros (compensación económica frente a fanatismo) y la
diferente naturaleza de la amenaza que suponía enfrentarse a cientos de
activistas repartidos por todo el mundo dispuestos a inmolarse en nombre de la
Yihad global están presentes en bastantes de sus minutos.
Debo
decir que la película no me ha causado una impresión especialmente intensa. No
la considero un gran título. Es de factura correcta pero previsible y demasiado
larga. Aunque esto, naturalmente, es muy subjetivo. Aún así, se pueden subrayar
algunas aportaciones de interés. La noche
más oscura ocupará su necesario espacio dentro del nuevo cine sobre “servicios
de inteligencia” que desde hace unos cinco años a esta parte viene llenando
regularmente los títulos de la cartelera. Ésta oscila entre la tradicional y
simpática cita con James Bond, las recreaciones de “operaciones exitosas de
inteligencia” más o menos emocionantes, aunque sepamos por los libros de
historia su desenlace final (El caso
Farewell, Argo) o adaptaciones cinematográficas de clásicos del género (El Topo), sin perder de vista ficciones
televisivas de enorme impacto y visibilidad como la galardonada Homeland. Es de suponer que todas estas
contribuciones cinematográficas conforman o deforman, según se mire, la imagen
y el conocimiento real de lo que un servicio de inteligencia es o no es, hace o
no hace en tiempo de guerra y en tiempo de paz, aunque sea ésta precaria o
sometida a los dictados de la asimetría perpetua.
La
película de Bigelow ha despertado, asimismo, una gran controversia por varios
motivos. En primer lugar por justificar aparentemente el interrogatorio extremo
como medio para alcanzar el fin último de la seguridad nacional. Ello alimenta
el ya tradicional debate sobre si vincular inteligencia y ética es, en
realidad, un oxímoron insalvable. Segundo, porque la Comisión de Inteligencia
del Senado de Estados Unidos está investigando si la CIA aportó datos
reservados para la escritura del guión. Y tercero, porque se pone en tela de
juicio lo realmente ocurrido ya que muchos expertos disienten de que gracias a
esos interrogatorios se llegase a la pista definitiva sobre el mensajero de Bin
Laden. Tras asistir a sus más de dos horas de metraje, es inevitable
preguntarse si realmente aquello ocurrió de ese modo o si hay más licencias del
guionista que un riguroso ajuste a la veracidad de los hechos. La película,
claro, es una recreación o, más exactamente como han expresado desde el propio
equipo de dirección, “una dramatización de lo que allí ocurrió”, dejando así todo
demasiado abierto a interpretaciones, comentarios y críticas de todo calibre. Entonces,
tal vez sea necesario para aclararnos algunos puntos leer reflexiones como las
de Peter Bergen o más específicamente testimonios biográficos como los de Mark
Owen (Un día difícil, Crítica, 2012),
miembro del equipo de Seals y testigo directo de la operación. Paralelamente,
la película incluye con desigual nivel de profundidad y acierto asuntos como la
ética del trabajo de inteligencia y el alcance de los programas secretos de
cárceles clandestinas diseminadas por todo el mundo, con veladas críticas a lo
autorizado durante la administración Bush y la herencia dejada al presidente
Obama. Esto abre un equívoco debate maniqueo que oscila entre Obama-bueno,
Bush-malo.
Sí
destacaré algunos detalles meritorios reflejados en unas cuantas escenas, para
comprender algo mejor el trabajo de un analista de inteligencia, como la
valoración de las fuentes de información, la integración de múltiples datos
aislados (el ya clásico modelo “puzle”), el establecimiento y construcción de
buenas hipótesis de trabajo que pongan sobre el camino correcto o el estudio
detallado de elementos aparentemente inconexos. Hay, asimismo, una
particularmente interesante mirada sobre los peligros de la indecisión, sobre
el qué hacer o qué no hacer cuando la incertidumbre o la neblina de la guerra
por utilizar el término clásico de Clausewitz se cierne sobre el trabajo de
inteligencia. De hecho, preguntados los analistas y directivos de la CIA sobre
si en ese edificio está o no está Bin Laden (que es, en definitiva, la pregunta
determinante que separa la última puerta: el trabajo de inteligencia ya
finalizado de la decisión final que está a punto de tomarse) nadie salvo la
protagonista es capaz de aportar una respuesta definitiva, un sí o un no rotundo:
“trabajamos con porcentajes y estimaciones, no con certezas absolutas”. Es ahí,
de nuevo, donde la obstinada (y casi obsesiva) protagonista se basa no tanto en
pruebas irrefutables, como en un factor que no siempre ha sido reconocido en el
trabajo de inteligencia: el papel de la intuición en nuestros procesos de toma
de decisiones y que trabajos como los de Daniel Kahneman están volviendo a
poner de relieve.
En
suma, el gran valor de La noche más
oscura, a mi juicio, es que se trata de una película no de guerra sino de
inteligencia en guerra. Una guerra particular, con un enemigo que presenta un
rostro muy diferente al que contemplaban los ejércitos hasta bien entrado el
siglo XX. Se dispone de satélites y son muy útiles; se tienen drones y son
necesarios. Hay tecnología de sobra, aplicada al control, seguimiento,
vigilancia de objetivos y al tratamiento de grandes volúmenes de datos. Pero
sin información procedente de fuentes humanas, ni la mejor tecnología es capaz
de adentrarse en los designios o en las intenciones del enemigo algo que
constituye una de las pocas esencias inmutables del negocio de la inteligencia
desde la noche de los tiempos. Es más, desde una perspectiva integral de
aprovechamiento y explotación de todos los tipos y medios de inteligencia
disponibles (desde las interceptaciones de comunicaciones hasta la adecuada
interpretación de fuentes abiertas de información) estos demuestran su
protagonismo en la película y todas en su correspondiente nivel en la
producción de inteligencia: sin su concurso y, sobre todo, sin su aprovechamiento
integrado, difícilmente permiten alcanzar éxitos en el moderno campo de batalla
contra el terrorismo. Se entraría así en el viejo debate de si la contribución
de la inteligencia por sí sola fue determinante para ganar un conflicto clásico
o si, por el contrario, como prestigiosos historiadores de la talla de David
Kahn, Michael Handel o el propio Keegan sentenciaron hace años, ésta ha sido
siempre un multiplicador de la fuerza; un factor necesario pero secundario y
nunca suficiente en el modo de conducir una guerra convencional. Sin embargo,
como ya se sabe desde hace años y esta película muestra claramente, en este
tipo particular de combate asimétrico, sin inteligencia antes, durante y
después de una operación, no hay éxito posible. Ahora bien, ello no implica automáticamente
que con buena inteligencia se consiga siempre el resultado esperado, ni mucho
menos.
La amenaza del fallo y sus múltiples caras, bien por sobre o
infraestimación, por descoordinación o por otras muchas anomalías están siempre
presentes. Sin embargo, no cabe ninguna duda de que no existe capacidad
preventiva superior a una buena inteligencia. Las estrategias nacionales de
seguridad, los libros blancos de la defensa, etc., así lo corroboran, otorgando
un protagonismo cada vez más creciente a los medios y capacidades de
inteligencia en el primer nivel de lucha contra las amenazas transnacionales en
las que la dimensión económica, social y aún cultural promueven un cambio de
paradigma contemporáneo de qué es inteligencia y cómo contribuye a la seguridad
nacional. Y ello tanto en teatros de operaciones donde se encuentran tropas
desplegadas como en la aparente tranquilidad de una ciudad a miles de
kilómetros de nada que pueda recordar a una guerra. De hecho, en estos textos
la preeminencia exclusivamente militar o policial se diluye en beneficio de un
tratamiento omnicomprensivo, integral e integrado.
Se necesita conocimiento, no
sólo información. Pero, sobre todo, se requiere un modo de contemplar los
hechos desde múltiples dimensiones orientadas por formas de pensamiento
crítico, transversal y creativo capaces de adelantarse a la próxima jugada,
capaces de “ver lo que hay al otro lado de la colina”, como sentenció con
sentido táctico en plena época napoleónica el duque de Wellington. Es ahí, por
ejemplo, donde la cultura de inteligencia nacional, si está bien diseñada,
planificada y orientada, contribuye notablemente a separar el mito de la
realidad, aislar los estereotipos literarios o cinematográficos propios del
siglo XX de la verdadera naturaleza de los medios de inteligencia al servicio
de la seguridad colectiva. Una seguridad que se basa, cada vez más en una
búsqueda activa de la paz con un menor empleo de la (costosa) fuerza y con más
medios de inteligencia para conocer con más precisión el conjunto de amenazas,
riesgos o peligros y poder articular respuestas adecuadas.
Se consigue así
hacer de la prospectiva y no tanto de la reacción, el modo más eficiente y
eficaz en nuestros tiempos de restricciones y recortes.
Diego Navarro B.
Genial Diego ¡¡¡. Gracias por tus sabios comentarios.
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