domingo, 18 de diciembre de 2011

Un cuento (real) de Navidad: Cartas que fueron de amores



Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.
Miguel Hernández

Es preciso advertir al lector que, en esta ocasión, poco hay aquí de cañones y de guerras. Poco de inteligencia, seguridad y defensa encontrará esta vez quien pase adelante. Por el contrario, sí habrá cartas, papeles y archivos. También sentires, lamentos y alegrías por escrito. Además es Navidad, y aunque Frank Capra vuelva a las pantallas por enésima vez, no está de más hacer un alto en nuestras batallas diarias, en nuestros cañonazos cotidianos. Si el lector quiere encontrarse con un hallazgo documental, anónimo, sencillo pero lleno de emociones, pues vamos allá.

Si hace semanas escribía en este mismo espacio acerca de la actitud del explorador y el valor del reconocimiento avanzado, la casualidad ha querido que poco después, haya podido experimentar en primera persona la emoción del descubrimiento, en este caso documental y un tanto alejado de los temas relativos a inteligencia. Esta es, por tanto, una entrada de blog referida a los temas vinculados a la Historia Social de la Cultura Escrita y a la rama de documentación y archivos.

Ha ocurrido sin esperarlo, por sorpresa, como sólo las pequeñas grandes cosas suceden un día cualquiera, jalonando con una sonrisa el rutinario devenir de los quehaceres cotidianos. Resultado de una actitud de  alerta, exploración urbana o simplemente casualidad, el caso merece que me detenga hoy en él.

Camino de la universidad he reparado en ella casi de milagro. Allí, en una esquina de un contenedor atiborrado de enseres, maletas viejas, cuadros olvidados, escombro y derribos de toda una vida, la he encontrado casi moribunda, como pez boquiabierto y ojos extraviados. Quién sabe de qué naufragio doméstico procedía. La expresión era de tristeza y angustia, la de quien se siente irremediablemente perdido y olvidado. La de quien, agonizante, apura abandonado sus últimos momentos. Al principio no me ha parecido nada más que un papel anónimo sin mayor importancia. Pero su desnudez y la herida de la fea doblez por la que supuraba la sangre de su tinta, me han llamado la atención. Y, claro, como el inmortal autor dejó escrito a su paso por el Alcaná de Toledo, yo también suelo fijarme con afición (malsana, me dicen) en papeles y papelillos que van a morir a los pies de la ciudad:

Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y, como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía…” (Quijote, I, Cap. 9).

 
Una inspección algo más detallada ha arrojado un resultado inesperado: junto a esa primera superviviente desnuda, escondidas bajo otra maleta rota, se hallaban todas juntas y asustadas, unas cuantas compañeras más de infortunio y abandono. Al menos ellas estaban abrigadas con ropajes ajados: sobres caducos, de colores de un tiempo pasado: azulones, grisones, amarillentos. Viejos sellos viejos. Tanto esta primera como todas las demás (18 en total), estaban cubiertas por una fina capa de polvo acumulado como consecuencia de las tareas del derribo. Las he limpiado y, con paciencia, introducido en una bolsa hasta alejarlas de aquella muerte casi segura.



            Ahora, cuando cae la noche, me dispongo a leerlas, con respeto, tranquila y sosegadamente. También con un pudor propio de quien sabe que está accediendo a algo vedado, entrando sin permiso en vidas ajenas. Algo que son cartas escritas para sólo dos personas, algo que nadie pensó que fuese objeto de hallazgo fortuito y salvamento de una destrucción prácticamente segura, treinta y dos años después. Todas están fechadas en 1979, todas son de mujer. De C. a su amado M. Él se encuentra lejos, cumpliendo con el Servicio Militar, una “costumbre” que resultaba obligatoria no hace muchos años y que algunos todavía experimentamos en su momento. Años y años de reemplazos avivaron la necesidad epistolar y la enorme producción escrita de cartas desde cuarteles y estafetas se convirtió en una estampa típica de una época:

¿Qué tal cariño mío? Espero que al recibo de esta estés tú bien, yo como siempre, más o menos, acordándome mucho de ti y con muchas ganas de verte y tenerte junto a mí cuanto antes

Esa vida en común, añorada por C. se expresa de manera directa en el deseo de iniciar una vida juntos y “aunque tendremos que esperar, merecerá la pena, ¿verdad cariño?, pues es lo único que pienso [sic] en que salgas y podamos casarnos y como yo empezaré a ganar algún dinero, con lo de los dos saldremos adelante ¡Ves qué cosas me dan vueltas por la cabeza!”

Incluso puedo determinar, tras leer la primera, que fue a las siete y diez de la mañana del veinticinco de septiembre de 1979, martes para más señas, cuando C., muchacha que intuimos joven, se despedía de su novio M., soldado en Valladolid con unos sonoros “Te necesito más que nunca”, “Te quiero con todo mi corazón”, “Te necesito, vuelve cariño”.

…y empecemos otra vez nuestras vidas juntos como antes, pues cuando me pongo a pensarlo no se qué me pasa pero es como si algo me dijera que ya no iba a ser igual que antes y me da miedo que pienso luego que son tontadas mías…


¡Qué duda cabe! Hay mucha ternura en estas cartas de una novia a su novio que está lejos, cumpliendo con la Patria. Y sonrisas no exentas de faltas de ortografía: “ojalá estubiésemos* ya casados..”, “..te he notado apagado y me he hido* a casa de cabeza a acabar esta carta y hecharme* el llorico…”, “Ayer cuando estube* en casa de la Luci, la hermana del Rubio…” El sentir se desborda en ocasiones y, en otras, la torpeza en la expresión poética se suple con frases y palabras llenas de hiperbólico trazo:

“Y también he llorado por esto mismo; espero que no me guardes rencor y por favor, no dejes de quererme nunca, pues yo te necesito con todo mi ser..”

“Me pones que me invente alguna poesía pero yo te digo que no tengo cabeza para eso pero lo intentaré”

Y es curioso, cómo la mente trabaja a su ritmo, configurando la apariencia física de los novios, reconstruyendo sus vidas cotidianas, sus tranquilas salidas del trabajo, del taller y la fábrica, llegando a casa para ver la televisión, sola ella, mientras piensa en su novio continuamente:

“Ahora acabo de salir de trabajar y he venido cuanto antes para poder ver Con Ocho basta [¿Alguien se acuerda de esta mítica serie de familia? Yo sí, la ponían los viernes por la tarde y causó furor. ¡Qué impresión leer que alguien veía aquella misma serie!] y cuando he llegado ya estaba acabando. Por aquí ya te imaginas cómo es mi vida, pues me pego 10 horas trabajando y luego para casa…”

Lo de casarse parece que para C., más que una opción era una obsesión: sorprende tanta determinación que suena a objetivo vital irrenunciable [¿Se asustaría el muchacho?]:
 
“A mí ahora la idea de casarme contigo no me la quita nadie y en cuanto podamos, ya sabes: unidos para siempre hasta que la muerte nos separe. Seré tan feliz…! Aunque tengo un problema con respecto a eso, pues yo no sé cocinar y si sigo así me tendrás que enseñar tú…”

“Son las 8/2 estoy helada de frío, pues no ha parado de llover en toda la tarde y ahora me he puesto chipiada [mojada], además fíjate si seré torpe que he pisado un charco y me he calado los pies, pues venía corriendo y ni lo he visto…”


Para quienes seguimos experimentando un respeto especial por el testimonio manuscrito, en cualquier época y soporte, el hallazgo de unas cartitas como éstas, abandonadas a su suerte, poco antes de que un camión hiciera trizas recuerdos, memoria y sentimiento, suscita no pocas sensaciones. La primera de asombro y sorpresa. También de lástima por comprender que aquello que una vez fueron honduras del alma, sentires compartidos, acaben tan maltratados. Si un tiempo guardadas celosamente, ahora mostradas desnudas con sus secretos e intimidades, a la vista impúdica de todo aquel que pase por la calle.

El asunto del que escribo no es nuevo para mí. Son ya muchas reflexiones las que he dedicado al universo del sentir por escrito, al entorno de la producción de documentos que, agrupados en tipologías muy específicas, configuran el archivo del sentimiento en época moderna y contemporánea. Algo de ello escribí ya en este blog en mi anterior entrada titulada "Cartas de amor, palabras de guerra". 

Pero aquellos Archivos que fueron resultado del escribir femenino, consecuencia del ir y venir del “corazón a la pluma” ocuparon un espacio privilegiado en el seno de los lugares y muebles de memoria doméstica. Sentir, escribir y registrarlo por escrito constituye una práctica que hunde sus raíces en la más temprana Antigüedad configurando series propias de los archivos privados. No en vano, estoy hablando de una necesidad, la de la escritura como forma de expresión de la emoción y el sentimiento tan inherente al ser humano. Es este universo escriturario el mismo que llevan estudiando durante muchos años mis queridos compañeros del Seminario Interdisciplinar de Estudios de Cultura Escrita en la Universidad de Alcalá de Henares. Allí, dirigidas por Antonio Castillo y Verónica Sierra, las investigaciones en torno a la carta, a sus modos, prácticas, resultados y representaciones permite disponer de un conocimiento muy certero sobre el contexto de una tipología documental imperecedera.


Estas cartas encontradas se hermanan con otras muchas que, siglos atrás, también trenzaron otras mujeres. Son las mujeres que escriben cartas maravillosamente representadas por los Vermeer, Ter Borch, Metsu y tantos otros pintores de la escuela holandesa del siglo XVII que hicieron de esa práctica, el de la escritura y el de la recepción del mensaje del sentimiento, un momento trascendental en corazones sensibles. Son mujeres a las que el azar pone una carta en su regazo iniciando una aventura que rompe el tedio de la vida, como recogieron también las Cartas que siempre esperé de María de la Pau Janer (Planeta, 2010) o las que la vecina del piso de abajo relee una y otra vez, para conjurar el extravío emocional por el amado ausente en la fascinante película Amélie. Y son, sobre todo, mujeres que escriben y escribieron en épocas en las que la comunicación inmediata de nuestros días no podía casi ni imaginarse.

¡Cartas, siempre cartas! Como las que componen la epistolografía antigua en los papiros de Oxyrhynchus (342 d.C) las que recuperan fragmentos de vida cotidiana en ámbitos específicos de los siglos XVII al XIX como el mercantil, el diplomático, familiar, emigrante, etc. Son las mujeres que escriben cartas y trenzan suspiros, estudiadas por James Daybell o Susan Whyman para la Inglaterra de los Tudor. Y tantas otras, todavía anónimas o por descubrir.


 Esas cartas, esos fragmentos de vida vivida y sentida irán configurando los archivos del sentimiento hasta hacer de la acumulación de cartas, billetes, diarios y memorias un rico acervo documental preservado durante generaciones en ámbitos geográficos separados únicamente por kilómetros pero no por prácticas que se tornan idénticas: tanto en la Corona de Castilla a mediados del siglo XVI como en la ciudad de Londres a comienzos del XVIII. También en Indias, haciendo de cartas los “hilos que unen”, corazones y mentes, como ya estudiase magistralmente Enrique Otte en sus Cartas privadas de emigrantes a Indias: 1540-1616 y especialmente Rocío Sánchez Rubio e Isabel Testón Núñez en 1999 con su magnífico trabajo: El Hilo que une. Las relaciones epistolares en el Viejo y el Nuevo Mundo
   
Son cartas de amor que acabarán siendo objeto de norma, de procedimiento, de guía en forma de numerosos “estilos para escribir cartas” que tanto pulularon por los rincones de escritorios y mesas de los siglos XIX y XX y mucho antes, según nos ilustra Carmen Serrano conforme avanza en su próxima y esperada Tesis Doctoral. Cartas que una vez fueron veneradas como “reliquias sagradas”, formas sublimes de sentimientos por escrito que acabarían por ser motivo de una eucaristía por medio de ingesta de sus pedazos. No puedo olvidar el tremendo final de la Cárcel de Amor (siglo XV) y cómo, Leriano, a los pies de su amada que yace muerta, efectúa la más sublime y célebre de las manifestaciones de veneración ante las cartas que fueron de su amada:

«El lloro que hazía su madre de Leriano crecía la pena a todos los que en ella participavan; y como él siempre se acordase de Laureola, de lo que allí pasava tenía poca memoria. Y viendo que le quedava poco espacio para gozar de ver las dos cartas que della tenía, no sabía qué forma se diese con ellas. Cuando pensava rasgallas, parecíale que ofendería a Laureola en dexar perder razones de tanto precio; cuando pensava ponerlas en poder de algún suyo, temía que serían vistas, de donde para quien las embió se esperava peligro. Pues tomando de sus dudas lo más seguro, hizo traer una copa de agua, y hechas las cartas pedaços echólas en ella; y acabado esto, mandó que le sentasen en la cama y sentado, bevióselas en el agua y assí quedó contenta su voluntad». Diego de San Pedro, Cárcel de amor, ed. José Francisco Ruiz Casanova, Madrid, Cátedra, 1995, p. 149. Ver también el estudio de este pasaje en  Joseph F. Chorpenning, «Leriano´s Consumption of Laureola´s Letters in the Cárcel de Amor», Modern Language Notes, vol. 95: nº 2 (1980), pp. 442-445.

 En realidad, Pedro Salinas dejó escrito casi todo lo que se puede decir en torno a las cartas y sus excelencias en su “Elogio y vindicación de la correspondencia epistolar” dentro de ese texto maravilloso que es El Defensor. Y, cada cierto tiempo, afortunadamente, el mundo de la carta como forma de comunicación en declive pero siempre admirable, es retomado en títulos monográficos como el que dedicó de manera impecable la revista Litoral, sin perder de vista la edición cada cierto tiempo de epistolarios de personajes de celebridad o pantalla de cine: Liz Taylor y Richard Burton, el huraño Salinger y su amor secreto, los bandidos Bonnie & Clyde, etc., etc.
 
Sin embargo, qué duda cabe que el acto de sentarse a escribir a mano una carta o su humilde hijuela, la postal, empieza a ser propio de otra época. No es fácil abrir el buzón y encontrarse cartas. Si acaso las cosas cambian un poco en verano con las postales desde la playa o durante las vacaciones de Navidad con sus sempiternas felicitaciones. Es entonces cuando podemos retomar un poco más esta práctica en franco declive. Las estadísticas de los servicios de correos son inexorables: los índices de volumen de cartas y postales manuscritas han descendido dramáticamente. La escritura inmediata de los sms, la comunicación directa con el móvil y la urgencia de los foros y chats ha acabado por reducir a práctica casi anacrónica y un tanto envuelta en aura romántica la tranquilidad y el placer de escribir con pluma y a mano.   

Lo acaba de decir también Xavier Antich en La Vanguardia, apurando una interesante “Teoría de la carta”, donde, viene a ofrecernos a los “escribidores de cartas” una luz esperanzadora:
 
La verdad es que para escribir una carta no hay que tener sólo cosas que decir. Hace falta estar dispuesto también a explicar lo que nos pasa. Y, así, hay que estar dispuesto a desnudarse ante de otro. Pero sobre todo hay que estar preparado para escuchar, para recibir respuesta, para leer lo que el otro, al que hemos dicho algo, contesta, responde, confrontándonos así con una opinión que no es la nuestra. Para escribir una carta, sobre todo, hay que dar crédito a aquel a quien escribimos. Porque una carta no es un monólogo, ni un grifo que se abre para dejar salir a chorro la vida íntima. No es tampoco un mensaje dentro de una botella lanzada al mar. Una carta es una invitación al diálogo, el principio de una conversación”.

Estas humildes y emotivas en su ingenua sencillez cartas de amor enviadas por una novia a su novio militarizado me hacen pensar. Todos hemos amado. Al menos una vez en nuestra vida. ¿Es disculpable la torpeza de perder un amor, de no saber amar? ¿A qué saben los errores del sentimiento? Es preciso intentarlo y procurar alcanzar ese pedazo de felicidad. Al menos una vez en la vida. Sí. Y no olvidar que hablar y leer de amores por escrito no otorga sabiduría en el amar. Hablar de amor de oídas es asunto fraudulento: hay que pasear por galerías de almas y cuerpos para saber, al menos un poco, de estas doctas materias. En todo caso, no se acepta la incuria, el desalojo tan indiferente de aquellos pedazos de papel que un día fueron guardados primorosamente, preservados de miradas ajenas, de ojos inquietos. Elvira Lindo nos dejó también un sentido testimonio de lo que para ella son las cartas, primorosamente guardadas en cajas y cofrecillos, como hace varios siglos nos pintaron los holandeses, como siempre ha sido: 
“Las guardo como oro en paño. En una caja de madera. Después de haber vivido tantas mudanzas desde niña me he dado cuenta de que siempre hay que tener una caja, como antes se tenían los baúles, para guardar cartas que de otra manera acabarían en la basura. Cuando vuelvo a Madrid me encanta perder el tiempo hurgando en mi caja. Siempre se trata de un tesoro renovado. En mi caja de cartas late la vida de antes de mi vida: cartas que se escribieron mis padres de novios”.
 


Es cosa feliz esta de encontrar cartas de amor por la calle. Ese tipo de cartas, sean muchas o pocas, deberían conservarse. Cuidarse. Es cierto que la relectura de cartas puede ser un ejercicio difícil, complicado, una y mil veces aplazado. Releer amores es revivir dolores, aunque también placeres. Pero por favor, no tiren las cartas de amor a la basura. Aunque siempre puede haber una mano sensible que las recupere y las guarde con primor, no las tiren. Guarden, conserven. Por coherencia con aquel tiempo en que, al menos, una vez, uno amó y fue amado. Y si quieren desplazarlas de sus vidas, deshacerse del recuerdo inquietante que evocan, acudan al fuego o rasguen y trituren. Pero no las abandonen por la calle. Como ven, y así termino, no sería la primera vez. Que ustedes lo pasen bien:

Papeles rotos de las propias manos
Que os estimaron por reliquia santa,
Bien muestra ahora el viento que os levanta
Que cuando más pesados sóis livianos.
Si de mi libertad fuísteis tiranos
Por la sirena que escribiendo encanta,
Ya no tendrán conmigo fuerza tanta
Palabras locas y conceptos vanos


 Félix Lope de Vega, Colección escogida de obras no dramáticas, ed. Cayetano Rosell, Madrid, Atlas, 1950, p. 383. (BAE; 38)


Ah, por cierto! Cuando terminaba de escribir esto, he encontrado este magnífico post en un este bonito blog titulado: El jardín de mi duende. Merece la pena detenerse por sus evocaciones epistolares!




Diego NavarroB.