lunes, 9 de julio de 2012

Aquellos hombres salvajes de miradas épicas


Ha muerto Dutch Engstrom y la noticia merece que me detenga, al menos, unos instantes. Hago un alto en mi actividad docente de verano para esbozar en esta breve entrada de blog, apenas unos párrafos algo apresurados. Nacen del recuerdo y de la necesidad de mostrar admiración y homenaje tras rebuscar en la memoria visual y emotiva. Pocos párrafos, en suma, pero llenos de hondura y significación personal para quien, como muchos otros, afortunadamente, comprendimos un día que el cine nos brindaba desde niños unas sensaciones y momentos felices que nos han acompañado toda la vida. 

Tal vez no les suene el nombre, entre otras cosas porque era un personaje, un maravilloso e irrepetible personaje de una no menos legendaria y rotunda película. Ha muerto el actor Ernest Borgnine, una de las últimas leyendas de Hollywood (tal vez sólo quede Kirk Douglas vivo de aquella generación) que escribieron una época inmensa en la historia del cine. Y digo que ha muerto Dutch Engstrom porque para mí, el actor Ernest Borgnine será siempre Dutch, el fiel amigo y apoyo del inmenso Pike Bishop, un William Holden de leyenda en la muy amada para mí Grupo Salvaje de Sam Peckinpah.


Vi Grupo Salvaje por primera vez en formato VHS una somnolienta tarde de agosto de 1991. Y creo que ninguna otra película me ha impactado tanto y de manera tan determinante, desde el primer fotograma hasta el último, en toda mi vida. Después de aquella primera vez se han sucedido  (no exagero) aquellas veinte o veinticinco veces en que la habré vuelto a visionar solo o con amigos en sesiones inolvidables; en todas las versiones posibles (mutilada, en español con subtítulos, en inglés, en pantalla grande de filmoteca, versión restaurada, en televisión, en la buena edición en dvd con magníficos documentales con el making of, etc.). Y, como la primera vez, Grupo Salvaje subyuga, impacta, inquieta, emociona, crea desazón, te reconcilia con una manera de ser y de sentir. Y te hace amar, un poco más si cabe, el lado brillante de los dignos perdedores, de los outsiders que poblaron con profusión única los caminos del western llamado crepuscular. Un género en el que, con permiso de algunas joyas fordianas (Centauros del Desierto por ejemplo) con las que el siempre interesante Carlos Boyero nos ha hecho recientemente vibrar, Sam Peckinpah fue acaso uno (si no el mayor) de sus más determinantes  y dignos representantes.





Hablar de la maravillosa interpretación de sus personajes es hablar de épica, de lirismo en la violencia, de códigos y de fidelidad en un mundo en retirada para los hombres desplazados, configurando un particular universo "Peckinpah" que quienes nos reconocemos profundamente admiradores del director californiano, comprendemos al momento.

Yo había descubierto a Peckinpah con otra de esas películas duras y rotundas: La Cruz de Hierro. Pero fue con las maravillosas Duelo en la Alta Sierra, Mayor Dundee y, sobre todo, la inmensa Pat Garrett & Billy the Kid con las que acrisolé la inmensa impresión que Grupo Salvaje había causado en mí y sigue causando. Llegarían años más tarde títulos que no alcanzaron tanta relevancia a pesar de que es difícil no encontrar la particular y magistral mano de Peckinpah en todos y cada uno de sus filmes: los mayores y los menores.

Sobre el cine de Peckinpah se han escrito notables y brillantes páginas en revistas, monografías y estudios de enorme trascendencia hasta configurar esa bibliografía especializada en el director californiano. Recomiendo especialmente el libro de Carlos F. Heredero y los de Garner Simmons (profusamente ilustrado) y el de Francisco Javier Urkijo, en la colección de directores de cine en Cátedra.  Grupo Salvaje fue rodada en 1968 y causó un formidable revuelo en Hollywood acusada de fomentar una violencia desatada. Pocos años después, Peckinpah volvió a conseguir lo que parecía ya imposible después de aquello: ofrecer otra vuelta impecable a uno de sus temas por antonomasia: la amistad traicionada. En ella, el sheriff Pat Garrett (James Coburn) y el bandido Billy (Kris Kristofferson) entablan su particular duelo de miradas, de actitudes y de valores en una película cuya banda sonora firmada por un Bob Dylan en estado de gracia es simplemente apoteósica y digna de la no menos extraordinaria partitura que compusiera el propio Jerry Fielding para Grupo Salvaje.


A lo largo de estos casí veintiún años de visionado y apego a la película, aprendí diálogos, memoricé escenas, recité de corrido conversaciones de unos y de otros, descubriendo del derecho y del revés siempre un nuevo detalle, una mínima aportación desconocida o que había pasado desapercibida. Pero, sobre todo, aprendí a amar a unos personajes cuya trayectoria vital registrada en más de dos horas de metraje, como solían ser las películas antes, me dolió por la inmensa impronta épica que había en todos ellos: los que se situaban al margen de la ley y los que estaban de su parte.

Duele tanta belleza en la decadencia y duele comprender que en los diálogos y, especialmente, en las miradas, se encierra todo un mundo que ya no deja opción a los antihéroes. Las puertas del cielo llaman continuamente en Grupo Salvaje y sólo quiero, para terminar, recomendarles algo. Es sencillo. Véanla. No les asuste una violencia que tal vez resulte anacrónica. Comprendan a los personajes y lo que representan. Acepten que Pike Bishop, Dutch Engstrom, los hermanos Gorch y la caterva de secundarios maravillosos que pueblan este western duro y elegíaco hicieron lo que tenían que hacer, se condujeron según su propio código y aceptaron la única alternativa coherente, digna y honesta que les quedaba. Ah, y no olviden fijar su atención en los ojos de Ernst Borgnine cuando ad-mira al jefe de la banda (ese "grupo u horda, en traducción francesa, salvaje"), a un Pike Bishop, viejo y cansado, como él, pero firme y determinado a seguir sus reglas compartidas, jefe al fin y al cabo, hasta el final. Disfruten de dos maravillosos momentos que el cine de Peckinpah nos dedicó con la tristeza y la hondura que sólo él supo administrar: cuando a mitad de metraje Pike cae de su caballo y, cuando al final de la película, el fin se refleja en la última mirada de los dos amigos que han cabalgado juntos, han matado juntos y morirán, matando.., también juntos.





Para mí, y perdonen la subjetividad, nunca dos ojos de un hombre, los de Ernest Borgnine, miraron con tanta camaradería y sentimiento a otro hombre en una pantalla, entablando un diálogo sin palabras de apenas unos segundos, una comunicación eterna hecha de honor, lealtad y honestidad. 

Diego NavarroB.

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