lunes, 31 de octubre de 2011

De profesores universitarios y de las ventajas y peligros de archivar demasiada información



Una anécdota real. 

En 2004 me encontraba en la Universidad de Denver (Boulder, Colorado) impartiendo unas conferencias gracias a la invitación de mi querido amigo Vincent Barletta. Consulté su biblioteca, encontré algunas publicaciones y artículos de interés para mis investigaciones en materia de inteligencia, paseé por su campus, disfruté incluso de la ciudad de Denver y, en suma completé el programa planificado semanas atrás.

Cuando llegó la hora de regresar a Madrid, un accidente monumental en las también monumentales autopistas de Estados Unidos me retuvo por espacio de una hora y media, tiempo suficiente para ver seriamente afectado el tiempo de embarque y, por extensión, mi regreso a España. Por fin llegué al aeropuerto. Estaba seguro de que llegaría. Justo al límite, pero lo conseguiría. Sin embargo, abrir la puerta del inmenso hall de aquel aeropuerto y ver la mayor concentración de viajeros por metro cuadrado que recuerdo fue todo uno. Cientos de filas, miles de personas allí esperando me devolvieron a la realidad: ¡vas a perder el avión!  Así que very polite pedí por favor a los amables empleados del aeropuerto que me condujeran hasta el control de seguridad y el arco de detección que, como puertas del paraíso, me permitirían acceder al mostrador de facturación y regresar a mi casa. Pero claro, las cosas se habían torcido desde el inicio del día y aún se habrían de torcer más.


He contado lo que a continuación sigue en varias ocasiones en reuniones y charlas de café. Lo hago ahora en esta entrada porque su segunda parte tiene mucha relación con lo que me ocurrió en el Aeropuerto de Denver. Bien, como decía, llegué al control de seguridad con, no un arco, sino ¡dos! , con no un equipo de seguridad privada, sino ¡dos!, inspeccionándolo ¡todo! Recordemos que en aquel momento la psicosis generalizada tras el 11-s se hallaba en su máximo esplendor y era evidente que aquel aeropuerto no escapaba al control estricto de todo y de todos sus pasajeros, por mucha prisa que tuviéramos. 

Me llegó el turno y comenzaron las exploraciones de mi equipaje compuesto de una maleta y una bolsa con el ordenador portátil. Concienzudamente uno de los guardias de seguridad extraía todos y cada uno de los papeles, carpetas, fotocopias y con la máxima tranquilidad, empezó a leer. Imaginen la escena: yo con los pantalones casi caídos mientras me inspeccionaban los zapatos, un vigilante revisando la maleta a fondo y otro empezando a meter sus enguantadas manos en mi bolsa con el ordenador donde había dejado las fotocopias de aquellos artículos y capítulos consultados los días anteriores en la biblioteca universitaria.


Claro, cuando el vigilante empezó a leer aquellos papeles y ver que se hablaba de seguridad nacional y terrorismo, de inteligencia y secretos de estado y de la estrategia de seguridad nacional, en un momento tan sensible como aquel en todo el territorio de Estados Unidos, la cosa empezó a pintar mal. What´s this? What kind of job do you have, Mr. Navarro?” Empecé a explicarle que era profesor, que venía de la Universidad de Boulder donde había estado consultando estos textos publicados en una revista científica, que todo era información abierta, que no me iba del País con secretos oficiales, que aquello era para mis clases etc. Cuando ya casi le había convencido y aún pensaba ingenuamente que llegaría a coger el avión, su otro compañero que acababa de inspeccionar toda la bolsa con el ordenador se acercó con cara de inquisidor portando en la mano un objeto que, de repente, me hizo tambalearme porque aquello no estaba previsto: ¿Qué era aquel objeto redondeado y por qué tenía el emblema de la CIA en su anverso? 

¡S**t! Aquello era un modesto posavasos de plástico que, lo juro, me lo encontré tirado por el campus de la University of Michigan en Ann Arbor el año anterior cuando estuve por aquellas tierras. Una mañana, paseando por su campus me lo encontré, sin más, lo prometo! Me pareció curioso (tal vez premonitorio) que hallase tirado en un campus universitario un objeto promocional de la CIA. Recuerdo que lo eché a la bolsa del ordenador y me olvidé de él. Nunca más volví a sacarlo y allí permaneció durante meses hasta aquella mañana en Denver. Claro, cuando ambos guardias de seguridad vieron que había demasiadas coincidencias raras, se miraron y a continuación pronunciaron la célebre frase: “por favor, acompáñenos”. 

Adiós vuelo, adiós regreso y comienzo de una aventura inesperada que podía acabar bien o.., en fin, muy mal si las cosas se complicaban. Mentalmente empecé a repasar: bien, vas a perder el avión, los amigos que me han invitado a la Universidad se han marchado de vacaciones, aquí no conozco a nadie, ¿hay cónsul de España en Denver? Piensa: ¿llevo todo conmigo? ¿por qué me mira tan mal este policía y por qué lleva un cinturón erizado de cosas: pistola Beretta de catorce disparos, cargadores de munición suplementarios, dos walkies, dos teléfonos, porra extensible, spray paralizante… ¿Y por qué vienen tantos y empiezan a situarse a mi alrededor mientras me explican que me siente en esta silla y que esto llevará unos minutos, tal vez horas?

Bien, aquello era Estados Unidos y durante más de media hora se hicieron todas las comprobaciones habidas y por haber para acreditar que yo era quien decía ser y que había hecho lo que decía haber hecho en la Universidad de Denver at Boulder, Colorado, Estados Unidos. Todo tiene explicación, pensaba yo, mientras el perro policía esperaba una mínima señal de la imponente agente que me custodiaba para saltar sobre mi mandíbula. No te preocupes, pensaba yo. Al final qué puedo decir, ¿que soy profesor, que me interesan los temas de inteligencia, que enseño estas cosas en una Universidad española? ¿España, dónde está eso, en México? Tranquilo, tiene explicación, seguro, pero no me gusta cómo me mira ni el perro, ni el tercer agente que se acerca al ordenador mientras con el telefóno descolgado recibe no sé qué datos sobre mí, naturalmente. Y su mirada clavada sobre mí, mientras habla con no sé qué agente federal que tiene en pantalla todos los Diego Navarro que han podido entrar ilegalmente en el país, formar parte de una banda latina o ser miembros de un cartel del narcotráfico tampoco me gusta


Tras casi una hora y el vuelo perdido, una señorita muy amable, el enlace del FBI en el aeropuerto se dirigió hacia mí y me explicó en un perfecto castellano que sentía los inconvenientes, que todo estaba en orden y que me devolvían tarjetas de embarque, pasaporte y todo. Naturalmente mi avión había salido ya pero automáticamente me reubicaban en el siguiente que, ¡oh sorpresa! Saldría en apenas una hora. No sé cómo fue aquello pero llegué a Madrid media hora antes de lo previsto en mi primer vuelo. A pesar de la tensión vivida, siempre destacaré que todo se produjo con la máxima profesionalidad: seriedad pero corrección extremas y amabilidad final que demostraba que aquello estaba perfectamente engrasado, que todos cumplían sus papeles y que el procedimiento se había aplicado con rigor habitual. 



 Denver, Universidad de Colorado. 2004. Feliz y confiado, días antes de lo que me esperaba en el aeropuerto!


Cuento todo esto porque hace unos días leía en The New York Times el reportaje de Hasan M. Elahi, profesor universitario nacido en Bangladesh que fue detenido en 2002 por error en el aeropuerto de Detroit. Recomiendo encarecidamente su lectura para comprobar cómo el personal docente, siempre en tránsito, habituado a congresos, conferencias, viajes, hoteles y departamentos universitarios en colaboración con otros colegas internacionales, no estamos exentos de problemas similares. Felices si se resuelven bien, como fue mi caso en medio de Estados Unidos, pero muy controvertidos e incluso peligrosos si la cosa llega a complicarse. 

Elahi fue conducido a la oficina del Servicio de Inmigración y Naturalización tras la célebre frase “sígame, por favor”. Aquí cuenta ahora su experiencia en el texto titulado significativamente: “You Want to Track Me? Here You Go, F.B.I.” y ofrece algunas reflexiones de enorme interés para determinar hasta qué punto la obsesión por el almacenamiento masivo de información con fines de seguridad nacional puede acabar por obstruir todo el sistema por uno de los males endémicos de nuestro mundo globalizado: la demasiada información.


En la sala donde le condujeron para interrogarle la primera pregunta sonó como un cañonazo: ¿dónde estaba el día 12 de septiembre de 2001? Afortunadamente, es persona que lo guarda todo, archiva todas sus citas y mantiene la agenda retrospectiva, sin eliminar nada. Así pudo sacar su pda y allí mismo acreditar que aquel 12-s, un día después de los atentados, su agenda era de lo más normal: “"pagar el alquiler de almacenamiento a las 10; reunión con Judith a las 10:30; clase de introducción 12 a 3, la clase avanzada de 3 a 6…” Gracias a su mentalidad archivera y a que conservaba la información en soporte digital, pudo ir respondiendo con precisión a las preguntas del funcionario de inmigración. Sin embargo, prosiguieron las preguntas, las entrevistas e incluso el sometimiento meses después, a pruebas de polígrafo. 


Viendo que seguía esa desconfianza, Elahi empezó a enviar a la oficina del FBI fotografías, copias de facturas, decenas de documentos escaneados que acreditaban qué había hecho, dónde, con quién y cuándo durante los últimos meses: aeropuertos visitados, comidas efectuadas en cada restaurante, conferencias impartidas, detalles de los taxis a los que había subido, vales de estacionamiento público, etc. La reacción del profesor Elahi fue un contraataque o, mejor un bombardeo de documentos (¡hasta 46.000 imágenes!) hasta mostrar con total transparencia que su actividad cotidiana distaba mucho de ser la de un peligroso individuo que ponía en jaque la seguridad del País. Demasiada información puesta a disposición en abierta de una oficina de inteligencia. Al final, resultó ser efectivo: semejante abundancia de información colapsó la posibilidad de efectuar un análisis objetivo y certero: la mejor manera de preservar la privacidad es renunciar a la misma. Como nos indica el protagonista de esta historia: “Hacer pública mi información privada devalúa la moneda de la información a los recolectores de inteligencia”.

 En definitiva: todo ello me recordaba la recopilación masiva, la ilusión de la omnisciencia y del control absoluto que persiguieron aquellos programas delirantes nada más producirse el 11-S como el impulsado por el veterano almirante John Poindexter en 2002 bajo los auspicios de la DARPA: Total Information Awareness (TIA). Este proyecto, puede contemplarse también como un ejemplo más de una sucesión histórica de formas de control masivo y de archivado completo y planetario: vigilarlo todo, archivarlo todo y, lo más difícil, recuperarlo todo. Es decir: una quimera en la era preinformática y una imposibilidad en nuestros días. Todo ello recuerda a otras épocas. Incluso la comparación del sello de la TIA (No confundir con: Técnicas de Investigación Aeroterráquea del admirado Francisco Ibáñez) con otras formas emblemáticas de nuestro Siglo de Oro arroja algunas similitudes.

Por ejemplo, hace más de tres siglos y por influjo directo de las capacidades de la escritura del despacho y del archivo como instrumento determinante del Estado moderno, Francisco de Zárraga mostraba por vía de simbolismo político el largo alcance de la pluma y la escritura. “Omnia infra se”, todo un mundo debajo del poder de la escritura y de la burocracia como forma de gobierno, de administración y de control por medio de papel, pluma y archivo. Este asunto, al que dediqué ya hace años una monografía, vuelve a reeditar su actualidad tras la lectura de este texto.





 Emblema de la oficina del programa TIA (Total Information Awareness), auspiciado por la Agencia DARPA de Estados Unidos en 2002.




 


 Francisco de Zárraga, Séneca Juez de sí mismo, impugnado, defendido y ilustrado, Burgos, Juan de Viar, 1684: “Una mano sostiene una pluma bajo la cual se encuentra el orbe terrestre y en el comentario del emblema se apela al poder de la escritura por cuanto que «todo el mundo será materia de las cartas; porque todo un mundo está debaxo de una pluma, como el mundo todo en manos de la lengua».




Poner en abierto esos datos, desnudarse en la red, colgar cientos de fotografías con tantos papeles y documentos de una persona era algo sorprendentemente inusual en 2002. Hoy es la norma en Flickr, en Facebook, en Picassa, en tantos otros repositorios que contribuyen a la llamada "extimidad personal." Me quedo imaginando la cara del agente de inteligencia cuando en 2002, un profesor decidió suministrar todos y cada uno de los justificantes documentados de su actividad cotidiana hasta colapsar su capacidad de análisis, no por defecto, sino por exceso de información. 

Ah, y una recomendación: si se encuentran por el suelo un posavasos, una chapa incluso un llavero con el emblema de un servicio de inteligencia, déjenlo ahí!! no saben por qué extraños vericuetos del destino su vida cotidiana puede verse complicada! 8-)


Diego NavarroB.


1 comentario:

  1. Querido Diego,

    una aventura real con un mensaje alucinante: contra la necesidad de información, información e información. Una táctica memorable. Lo mismo que llevarse el maldito posavasos...

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